Esto debe ser de gran aliento para tratar de hacer lo bueno, ya que Dios, entre lo vil de lo vil, entre los más malvados, entre los más depravados y los más borrachos tiene mucha gente que debe salvarse. Cuando les llevas la palabra, lo haces porque Dios te ha ordenado ser el mensajero de vida de sus almas, y ellos deben recibirla, pues rige el decreto de predestinación. Ellos son tan redimidos por sangre como los santos ante el trono eterno. Son la propiedad de Cristo y, aun así, quizás amen la cantina y odien la santidad. Pero si Jesucristo los compró, los tendrá.
Dios no es infiel como para olvidar el precio que su Hijo pagó, y no dejara que su sustitución sea en manera alguna algo inútil o muerto. Decenas de miles de redimidos todavía no han sido regenerados, pero lo serán. Y ese es nuestro consuelo cuando vamos a ellos y les anunciamos La Palabra de Dios.
No, aún más, Cristo ora ante el trono por estos impíos. El gran intercesor dijo: “No ruego solo por éstos, ruego también por los que han de creer en mí por el mensaje de ellos” (Juan 17:20). Pobres e ignorantes almas, no saben nada acerca de orar por ellos mismos, sino que Jesús ora por ellos. Sus nombres están sobre su pectoral, y antes de mucho doblaran sus obstinadas rodillas, dando un suspiro de penitencia ante el trono de gracia. “No era tiempo de higos” (Marcos 11:13).
El momento predeterminado no ha venido todavía, pero cuando llegue, obedecerán, pues Dios tendrá a los suyos. Deberán hacerlo, pues el Espíritu no ha de ser resistido cuando venga con la plenitud de su poder. Deberán convertirse en los deseosos siervos del Dios viviente. “Tus tropas estarán dispuestas el día de la batalla” (Salmo 110:3). “Verá el fruto de la aflicción de su alma” (Isaías 53:11, RVR 60). “Por lo tanto, le daré un puesto entre los grandes, y repartirá el botín con los fuertes” (Isaías 53:12).