Las almas mezquinas restringen sus contribuciones al ministerio y a las operaciones misioneras, y llaman a esos ahorros “buena economía”. Pocos se imaginan que así están empobreciéndose a si mismos. Su excusa es que deben ocuparse de sus familias, y se olvidan que descuidar la casa de Dios es el camino seguro para traer ruina sobre sus propias casas. Nuestro Dios tiene un método en la providencia, mediante el cual puede hacer tener éxito a nuestros esfuerzos más allá de nuestras expectativas, o puede hacer fracasar nuestros planes para nuestra confusión y consternación. Con un golpe de su mano puede conducir nuestra embarcación por un canal provechoso, o encallarla en la pobreza y en la bancarrota.
La escritura enseña que el Señor enriquece al generoso y deja que el tacaño aprenda que no dar lleva a la pobreza. Mediante una amplia observación, he notado que lo cristianos más generosos que conozco son siempre los más felices y –casi invariablemente-, los más prósperos. He visto al dador generoso obtener riquezas que nunca soñó, y con la misma frecuencia he visto al tacaño y mezquino caer en la pobreza con la misma mezquindad con la que pensó enriquecerse. Los hombres confían a los buenos administradores más y más sumas de dinero, y así es con frecuencia con el Señor. Él da a carretadas a aquel que da por bultos. Allí donde la riqueza no se ha concedido, el Señor hace mucho de lo poco, mediante la satisfacción que el corazón santificado siente en una porción de la cual el diezmo ha sido dedicado al Señor.
El egoísmo mira primero hacia el hogar, pero la santidad busca primero el Reino de Dios y su justicia. Sin embargo, en el largo plazo, el egoísmo es pérdida y la santidad es una ganancia grande.
Se necesita fe para actuar hacia nuestro Dios con la mano abierta, pero sin duda Él lo merece y todo lo que podemos hacer es muy pobre reconocimiento de nuestra inmensa deuda a su bondad.