La cabeza y los miembros son de una misma naturaleza, no como la monstruosa imagen que Nabucodonosor vio en su sueño. La cabeza era de oro fino, pero su vientre y sus muslos era de metal, las piernas de hierro, los pies, parte de hierro y parte de barro cocido. El cuerpo místico de Cristo no tiene una combinación absurda de opuestos. Los miembros eran mortales y por eso Jesús murió. La cabeza glorificada es inmortal y, por lo tanto, el cuerpo es inmortal también, pues está escrito: “Y porque yo vivo, también ustedes vivirán” (Juan 14:19). Como nuestra amada cabeza, así es el cuerpo y cada miembro en particular. Una cabeza escogida y miembros escogidos. Una cabeza acepta y miembros aceptos, una cabeza viva y miembros vivos. Si la cabeza es de oro puro, también todas las partes del cuerpo son de oro puro. Por lo tanto, hay una doble unión de naturaleza como base para una comunión más cercana.
Haz una pausa acá, devoto lector, y mira si puedes contemplar, sin maravilloso asombro, la infinita condescendencia del Hijo de Dios cuando eleva tu miseria a la bendita unión con su gloria. Eres tan malo que al recordar tu mortalidad puedes decirle a la corrupción: “Tú eres mi padre”, y al gusano: “Tú eres mi hermana”. Y, sin embargo, en Cristo eres tan honrado que puedes decirle al Todopoderoso: “Abba, Padre” (Gálatas 4:6) y al Dios encarnado “Tú eres mi hermano y mi esposo”.
Con seguridad, si las relaciones con nobles y antiguas familias hacen pensar a los hombres muy bien de ellos mismos, nosotros tenemos que gloriarnos por encima de todos ellos. Que el más pobre y despreciado cristiano se tome de este privilegio, que una indolencia sin sentido no lo deje sin descubrir su genealogía y que no tenga un insensato apego a las vanidades presentes que le ocupen la mente y excluya el pensamiento de este glorioso, celestial unión con Cristo.