La vida de fe se representa recibiendo, un acto que implica justo lo opuesto a cualquier mérito. Es simplemente la aceptación de un don. Así como la tierra bebe la lluvia, como el mar recibe las corrientes, como la noche acepta la luz de las estrellas, así nosotros, dando nada, participamos gratuitamente de la gracia de Dios. Los santos no son, por naturaleza, pozos o corrientes, no son sino cisternas dentro de las cuales fluye el agua de vida. Son vasijas vacías en las que Dios vierte su salvación. La idea de recibir implica realización, hacer de algo una realidad. Uno no puede recibir una sombra, recibimos aquello que es sustancial: así es con la vida de fe. Cristo se vuelve real para nosotros. Mientras no tenemos fe, Jesús es un simple nombre.
Una persona que vivió hace mucho tiempo, ¡tanto que su vida es solo una historia para nosotros!
Mediante un acto de fe, Jesús se convierte en una persona real en la conciencia de nuestros corazones. Pero recibirlo también significa apoderarse de o tomar posesión de. Aquello que recibo se convierte en propio: me apropio de aquello que me es dado. Cuando recibo a Jesús, Él se convierte en mi salvador, tanto así que ni la vida ni la muerte podrán separarme de Él. Todo esto es recibir a Cristo: tomando como don gratuito de Dios, comprenderlo en el corazón, como propio.
La salvación bien puede describirse como el ciego que recibe la vista, el sordo que recibe la audición, el muerto que recibe la vida, pero nosotros, no solo hemos recibido esas bendiciones, hemos recibido a Cristo en persona. Es cierto que Él nos sacó de muerte a vida, nos dio el perdón de los pecados, nos dio justificación atribuida. Todas esas son cosas preciosas, pero no quedamos satisfechas con ellas; hemos recibido a Cristo en persona. El Hijo de Dios se derramo en nosotros, y nosotros lo recibimos y nos lo apropiamos.
¡Qué afectuoso debe ser Jesús, pues el propio cielo no puede contenerlo!