«… Limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios». (II Corintios 7:1)
Me pregunté en mi interior donde habitó Santidad, pero temí ir a buscar por ella. Yo sabía que ella nunca se sentiría en casa en las tierras bajas y en las concurridas calles de «Almahumana». A todos los que pregunté por ella respondieron dubitativos. Uno dijo que había muerto hace mucho tiempo; de hecho, fue enterrada en el Edén antes de que Adán salga. Uno dijo que ella vivía lejos en el final del Valle de la Sombra de la Muerte; su casa estaba en la orilla del río; y que tenga esperanza de encontrarme con ella justo antes de que la cruce. Otro sostuvo casi con rabia en contra de la noción: “No», dijo él, “ella vive aún más lejos. Busca como quieras, nunca la encontrarás hasta que desembarques en las costas de la Ciudad Celestial».
Entonces me acordé de lo bien que había ido en otro tiempo en el Santo Monte, y salí de nuevo. Así que subí por el camino solitario, y llegué a la cima y miré una vez más a mi bendito Salvador. ¡Y he aquí! Estaba Santidad sentada a los pies del Maestro. Temí decir que había estado buscando por ella. Pero mientras miraba al Crucificado, y sentía la grandeza de su amor a mí, y todo mi corazón rebosaba de amor y adoración, Santidad se puso en pie y vino a mí toda con gracia y dijo: “He estado esperando por ti desde tu primera venida». “¿Esperando allí?», le pregunté, sorprendido. “A sus pies», dijo Santidad, «Siempre estoy ahí».
-Mark Guy Pearce-
Hay una fe sin mezclas de duda, un amor libre de temor;
Un paseo con Jesús donde se siente su presencia siempre cerca.
Hay un reposo que Dios otorga, trascendiendo la paz del perdón;
Una dulce, humilde simplicidad, donde los conflictos interiores cesan.
Hay un servicio inspirado por Dios, un celo que crece incansable;
Estar «crucificado con Cristo», donde el gozo fluye incesante.
Hay un «estar bien con Dios» que cede a sus mandamientos;
Inquebrantable, verdadera, fidelidad, lealtad que se destaca.
Hay una mansedumbre libre de orgullo, que no siente subir la ira
En los desaires, o el odio, o el ridículo, pero los cruza, cuenta el precio.
Hay una paciencia que perdura sin sobresaltos ni cuidado,
Pero canta alegre «Hágase tu voluntad», dulce gracia de mi Señor que comparto.
Hay una pureza de corazón, una limpieza del deseo,
Forjado por el Espíritu Consolador con santificante fuego.
Hay una gloria que le espera a cada alma lavada con sangre en las alturas,
Cuando Cristo venga y lleve su novia consigo más allá del cielo.
-William Newell R-