Aún las más dulces visitaciones de Cristo son muy breves y ¡que transitorias! Un momento y nuestros ojos lo ven y nos regocijamos con un gozo impronunciable y lleno de gloria, pero poco después ya no lo vemos, pues nuestro Amado se esconde de nosotros como un joven ciervo o un venado que salta en las montañas, se ha ido a la tierra de las especias y ya no pasea más entre los lirios.
«Si hoy se digna bendecirnos haciéndonos sentir el pecado perdonado, quizá mañana nos afloja. Haznos sentir el mal dentro de nosotros”.
Oh, qué dulce la perspectiva del tiempo en el cual no lo veremos a distancia, sino que lo haremos cara a cara, cuando no será con un hombre que viaja a pie y permanece por una noche, sino que eternamente nos estrechara entre los brazos y en el regazo de su gloria. No lo veremos por un tiempo breve, pero:
“Durante millones de años nuestros asombrados recorrerá las bellezas de nuestro Salvador, y por innumerables siglos adoraremos las maravillas de su amor”.
En el cielo no habrá interrupción a causa de ansiedades o de pecado, ni el llanto nublara nuestros ojos, ningún asunto terrenal nos distraerá de nuestros pensamientos felices, nada nos impedirá contemplar para siempre, sin cansarnos, el sol de justicia. Oh, si ahora es agradable contemplarlo de vez en cuando, cuán agradable será contemplar ese rostro bendito para siempre y que nunca una nube se interponga, y sin que necesitemos apartar nuestra mirada para fijarnos en un mundo de fatigas y aflicciones. ¡Bendito día! ¿Cuándo amanecerá? ¡Levántate, solo! Las alegrías de los sentidos pueden abandonarnos cuando quieran, pues eso dará gloriosa compensación. Si morir es entrar en interrumpida comunión con Jesús, la muerte es, sin dudas, ganancia, y la gota negra desaparecerá en un mar de victoria.