Es bueno para nosotros que, en el medio de toda la inestabilidad de la vida, haya alguien a quien el cambio no afecta, uno cuyo corazón no puede alterarse, y en cuya frente la inconstancia no puede producir arrugas. Todas las demás cosas han cambiado, todas las cosas están cambiando. El propio sol se oscurecerá con el tiempo, el mundo se envejece, ya se comenzó a doblar la ropa gastada, los cielos y la tierra pasaran pronto, perecerán, se avejentaran como lo hace una prenda de vestir.
Pero hay uno que solo tiene inmortalidad, cuyos años no tienen fin y en cuya persona no hay cambios. Los deleites que siente el marinero cuando, después de haber sido zarandeado de acá para allá, se para en tierra firme. Esos deleites son similares a la satisfacción del cristiano cuando, en medio de todos los cambios de su difícil vida, apoya el pie de su fe sobre esta verdad: “Yo, el Señor, no cambio”.
La estabilidad que da el ancla al barco cuando por fin se amarra, es similar aquella que la esperanza cristiana le otorga al que cree cuando se apoya con esta verdad gloriosa. Con Dios, “que no cambia como los astros ni se mueve como las sombras” (Santiago 1:17). Lo que sus atributos fueron en el pasado lo siguen siendo: su poder, su sabiduría, su justicia, su verdad, ninguno de ellos cambió. Siempre ha sido un “refugio de su pueblo” (Joel 3:16), “refugio en el día de la angustia” (Nahúm 1:7) y es todavía su seguro ayudador. Su amor no cambia. El ha amado a su pueblo con “amor eterno” (Jeremías 31:3), los ama tanto ahora como siempre, y cuando todas las cosas terrenales se hayan deshecho en la última devastación, su amor todavía vestirá el rocío de su juventud. ¡Que preciosa es la seguridad de que Él no cambia! La rueda de la providencia gira, pero su eje es amor eterno.
“La muerte y los cambios están siempre ocupados, el hombre desfallece, la edad avanza, pero no la misericordia de Dios; Dios es sabiduría, Dios es amor”.